Acentos...

Acentos...

Te cuento, le dije al barista. En mi primera visita a la ciudad, llegué por accidente a este lugar. “El café de la calle tercera”. Dejé sobre una mesa la botella de agua que pedí, para dejar saber a todos que estaba reservada. Cuando me moví a recoger unas servilletas, ella, con urgencia, tomó las sillas de mi mesa y acomodó su cuerpo y su cartera. Por la prisa que llevaba, no se percató de mi botella y se hizo dueña del espacio.

La miré desde lejos. Noté la rapidez con que se sentaba y mordía el pudín que acaba de comprar. Me acerqué. Ésta es mi mesa, le dije, con una sonrisa en mis labios. Ella me miró como si yo estuviera interrumpiendo su prisa y su pudín. Le señalé el agua que había dejado en la mesa y dije: esta la prueba.

Lo siento, me respondió con prontitud. Dejó caer migajas, mientras se cubría la boca con su mano derecha. Lo siento, volvió a decir. Me voy en un momento. No te preocupes, le respondí. Podemos compartir el espacio. No somos tan grandes. Sólo tendrás que prestarme una silla, porque no hay otra cerca de mí.

Ella, como sin saber qué hacer, procedió a remover su abultada cartera de una de las sillas. Puedes ponerla en la mesa, le sugerí. Sin pronunciar palabras, lo hizo. Asintió con su mirada como diciendo: puedes sentarte.

Su mano, de inmediato, alcanzó su móvil. Puso toda su atención en él. Procedió a escribir con la premura de alguien desesperado. ¿Estás tan de prisa todo el tiempo? Pensé. Mas no quise decirle nada para no parecer desagradable. Ella ponía letras en el teclado. Yo observaba sus detalles. Era bella.

Me quedé sentado. Esperé que en algún momento detuviera sus dedos y levantara su mirada. Terminó de escribir y de inmediato pregunté: ¿Eres de por aquí? No, me respondió, soy de muy lejos. Su voz me atrapó. ¿Ah sí? ¿De dónde eres? Seguí inquiriendo para escucharla. Puso el teléfono en la mesa y me contó sobre la mixtura de países europeos que se encontraban en su sangre. La conversación siguió.

Me contó parte de su historia. Habló de lo orgullosa que se sentía de su mezcla de culturas. De los tantos idiomas que dominaba. De su arte. De lo superficial. De lo que importa y de lo que no. De cómo había dejado todo para llegar a estas tierras en busca de sus sueños. De la valentía. De los sacrificios.

Escuché la profundidad de sus palabras y asentí. El tiempo pasó rápido y su prisa se desvaneció. Se detuvo, y me preguntó. ¿Qué de ti? ¿Qué te trae por este lugar? Ella, miró con timidez mi rostro y prestó sus oídos para escucharme. Vine a ver la puesta de sol, le dije. Y sus ojos brillaron como si le soprendiera el hecho de  que me trasladara tan lejos detrás del ocaso.

Mientras le contaba de lo lejos que venía y de mi viaje en busca de inspiración, rió. Una y otra vez rió por mis historias. Y su risa me envolvió; y volví de nuevo a admirar sus detalles: Grandes aros colgaban de sus orejas. Un nudo en el castaño rojizo de su pelo, adornaba su rostro. El carmín oscuro en sus labios resaltaba la perfección de su risa. Unas pecas casi invisibles se dibujaban en sus mejillas. La espesa miel de sus ojos miraba con la delicadeza de la luna. La ternura de su semblante era capaz de detener el tiempo. Y la voz más dulce que haya escuchado jamás, salía de su boca. La disfruté.

Al terminar la noche, pregunté su nombre. Me respondió. Me preguntó el mío y contesté. Ella lo repitió. De inmediato me enamoré del sonido de mi nombre en su acento y se lo hice saber. Le pedí que lo repitiera y lo hizo. Yo reía. Y más ella. No podía creer lo que pasaba. Me deleité con su belleza y su alegría. Entre acentos compartidos, reímos. Entre risas e historias, pasó la noche. Así la conocí. Sin planear. Sin querer. Decidí salir de viaje para inspirarme en los lugares. Jamás pensé que el lugar de mi mayor inspiración lo encontraría en ella.

Ya me voy, me dijo. Y se incorporó. Recogió su cartera y dejó torcer sus labios como queriendo sonreír. Le dije adiós mientras la miraba caminar. La puerta se cerró a su paso. Minutos después me percaté de que no le pedí su información para contactarla luego. Corrí hacia la puerta y ya no estaba. Puse mis manos en la cabeza y la realidad me invadió. La perdí.

Hace ya tres años de nuestro encuentro. Y, aunque acostumbro volver a este café de tiempo en tiempo, jamás la he vuelto a encontrar. Me siento en la misma mesa, pero sin ella a mi lado. No he vuelto a ver las diminutas pecas en su rostro, ni a escuchar mi nombre en su acento. Le dije que escribiría sobre la casualidad que nos hizo coincidir. Por eso escribo.

Si la llegas a ver, hazle llegar este escrito. Dile que la espero. Que no quiero que este párrafo sea el punto final en nuestra pequeña historia.