Espacio...

Espacio...

No es suficiente el hecho de que el sueño invada las noches, que los párpados se tornen pesados y que la mente le indique al cuerpo que es momento de descansar. La costumbre se adueña de los momentos sin luz y de las horas nocturnas y pide con vehemencia que la ausencia a la derecha no sea más que un ensayo infructuoso de los tantos que genera la imaginación.

Esas horas que entre sombras dejan saber que hay alguien dueño de un olfato que aprecia la alucinante esencia que, como marca bien impregnada en el algodón, habla de ti. Alguien dueño también de unas manos que tocan las sábanas cuando en realidad buscan considerar tu distante silueta. Dueño de unos labios, ansiosos de tocar tu frente pero que solo encuentran el aire a su paso, el mismo que se cuela en cada inspiración. Brazos y piernas que extrañan ceñirse de ti como si no quisieran dejarte ir y un cuello que recuerda tu respirar pidiendo, casi a súplicas, que estés presente.

Alguien que, adrede, se deja sorprender por la costumbre; quien le hace ver cómo se puede extrañar lo que jamás pensó, y lo que hasta hace poco estaba fuera de su rutina.

Alguien que pretende adelantar las horas que acentúan tu ausencia, y que desea con furor el correr del tiempo para hacer uso adecuado del tacto, y así dar paso a conversaciones que buscan opacar el insomnio y aprovechar el tiempo que transcurre antes del amanecer.

Ese ser que también es dueño de un deseo, uno de esos que se presentan al mirar a la derecha y darse cuenta de que no hay nadie reclamando su espacio, nadie que enfatice que éste le pertenece, para siempre.

Y es que unos párpados cansados no son suficientes para obviar el hecho de que un elemento que acomoda las cálidas noches a ventanas entreabiertas, hace falta. Es en esos momentos en los que “te echo de menos” deja de ser solo parte de las letras de una canción y se convierte en el delicado suspiro que describe las noches en tu ausencia, cada momento, justo antes de cerrar los ojos.