Hora de Partir (El Deceso de un Autor)

Hora de Partir (El Deceso de un Autor)

Cerré mis ojos, abrí mi mano y, con premura, la puse en mi pecho. Sentí a mi viejo corazón latir con un ritmo acelerado. Era evidente que había sufrido la impiedad de los años. La gravedad me atraía y me arrastró al suelo como si yo tratara de sentir el frío. Aunque el miedo me invadió, me detuve. De inmediato mi mente corrió hacia los días en los que como niño sonreía y mis diminutos pies usaban el polvo como su lugar de juego. Allí ponía, además, mis manos mojadas, y sus movimientos tallaban figuras a las que mi imaginación daba vida.

Llegó a mi memoria también el tiempo en el que sumergía mi pequeño cuerpo en la alberca cercana. Cuando las risas daban ganas de no morir jamás. Pude verme entre las caras de la foto de despedida. Donde las togas anunciaban un nuevo inicio de los días de habían de venir. Recordé la ventana del bus que se marchaba reflejando lágrimas de nostalgia y dejando atrás las cosas, las casas y las miradas que me observaron crecer. Como muchos, me alejé del terruño en busca de lo mejor, pues alguien me hizo creer que lo mejor estaba lejos.

Recordé las primeras pisadas al llegar a la gran ciudad. El café de la esquina, las siluetas conocidas, mi primer escrito y, las veces que con una sonrisa pintada en mi rostro, daba vueltas en mi silla favorita tratando de generar ideas; de las cuáles salió el libro que abrió el camino para que yo te conociera. Entonces reviví el día en el que te atraparon mis letras, y ellas formaron el nudo que causó nuestra alegría. Fue tanta tu algarabía. Recordé muy bien el día en el que anunciaste tu partida, causando que mis giros se detuvieran por completo. Y me confiné a este espacio que se volvió mi libertad.

La realidad me trajo de vuelta al piso en el que me encontraba y aprecié la soledad que ha acompañado mis noches en los años de tu ausencia. En mi dolor, rememoré las escaleras de enfrente y cada peldaño en el que mis cansados pies dejaron sus huellas marchitas. El silencio ensordecedor de mis vecinos. La triste paz del viejo televisor apagado. La ventana que dejaba que desde afuera me miraran.

¡Ahí está él! decían todos al ver por el empañado cristal, a este añejo autor que derramó su vida en letras para regalar a unos ojos. Hoy me quedo solo, en este cielo alquilado que escuchó todos mis latidos. Con unas voces que gimen como un cachorro asustado. Tantos recuerdos plasmados unidos en mi pequeña cabeza, es como si una trompeta dejara que su sonido anunciara mi final.

Al terminar los destellos de las reminiscencias, mis ojos aguados abrieron despacio como el viento del verano. A mi alrededor no hay lágrimas, ni unas manos conocidas que quieran sentir las mías. Es confuso este escenario, después de haber recibido tantos aplausos. No queda nada esta vez, a la hora de partir. Cerraré mis ojos de nuevo y jamás volverán a abrir.