Callejeando por Astorga
El aire fresco de Astorga tenía algo distinto, como si cada esquina guardara un secreto esperando a ser descubierto. Las calles empedradas hablaban de historias antiguas, y los murales que adornaban algunas paredes parecían fragmentos de sueños atrapados en colores. No era mi primera vez callejeando por una ciudad desconocida, pero algo en Astorga me invitaba a detenerme, a observar, a perderme en ella sin rumbo alguno.
Caminaba sin prisa, sintiendo la suave brisa en mi cara, y dejando que los adoquines me guiaran. El sonido de mis pasos resonaba suave, mezclándose con el murmullo lejano de conversaciones y el eco de un campanario cercano. Cada mural que encontraba era una sorpresa: escenas de la vida cotidiana, rostros imaginarios, y paisajes que parecían desbordarse de la pared. Me detuve frente a uno especialmente hermoso, un remolino de colores que me recordó al mar y al cielo encontrándose.
Y fue entonces cuando la vi. Apareció como aquel remolino, irrumpiendo en mi mundo con la misma fuerza, removiéndolo todo a su paso. No era la idea, ni el plan. Mi día, como mi vida, consistía en perderme entre calles y murales, hasta que me extravié sin remedio en la luz de su belleza, como si cada paso me llevara inevitablemente hacia ella, sin vuelta atrás. Estaba allí, de pie, y el mural cobró vida en lo que veía en ella. Una luz suave iluminaba su rostro, algo que hacía imposible que apartara mi mirada.
Nuestros ojos se encontraron, y por un instante el tiempo se detuvo. Fue como si el aire alrededor se volviera más denso, cargado de algo indescriptible, algo que ambos sentimos, tal vez sin desearlo. Lo noté en la leve curva de su sonrisa y en la forma en que su mirada, aunque tranquila, parecía contener un océano de emociones.
Había una magia palpable en el momento, algo que no solo nosotros percibimos. Los extraños que pasaban a nuestro alrededor lo notaron también. Una mujer se detuvo con un suspiro casi audible; un niño tiró de la mano de su madre y señaló hacia nosotros con curiosidad. Podía escuchar cómo las miradas se convertían en susurros, cómo los murmullos crecían como una ola suave que contaba nuestra historia antes de que siquiera sucediera. Y, honestamente, ¿qué le pasa a estos dos? A juzgar por las caras, estábamos causando más espectáculo que una comedia romántica en plena función.
No dije nada, y ella tampoco. Pero el silencio estaba lleno de significado. Era como si el mundo entero quisiera que algo más ocurriera, como si los adoquines, los murales, incluso el cielo del ocaso, nos empujaran a dar un paso más. En ese cruce de caminos, en ese rincón de Astorga, éramos solo dos desconocidos atrapados en un instante que parecía eterno.
Y terminó el momento como empezó, sin avisos ni promesas. Ella dio un paso hacia adelante y yo hice lo mismo, nuestros caminos continuaron. Pero mientras seguía caminando, con la ciudad otra vez recobrando su bullicio, algo dentro de mí había cambiado. Astorga siguió siendo Astorga, pero para mí, esa esquina, ese mural y esa mirada quedarán siempre imborrables, recordando que la magia puede encontrarte en una calle de cualquier ciudad.