Luna de Miel
No debería estar aquí, mirando hacia arriba, a la noche oscura, jadeando como un animal sediento. Pero esta noche no es una noche cualquiera, hoy la luna gotea miel y mi cuerpo recuerda su sabor antes de que mi mente recuerde el dolor. Así siempre empieza: con el cielo ofreciéndome exactamente aquello que puede matarme.
Y lo sé. Dios mío, cómo lo sé. Sé que esa miel lleva veneno, que cada gota es una promesa rota disfrazada de dulzura. Mi mente grita que me aleje, que corra, que busque refugio bajo cualquier techo que me proteja de esta lluvia dorada que me destruye. Pero mis pies se quedan clavados en la tierra, como si mis raíces de necedad fueran más profundas que mi instinto de supervivencia.
La lengua me tiembla. No de frío, sino de anticipación. Como tiembla la mano de quien está a punto de marcar un número que juró borrar. Como tiembla la voz de quien va a pronunciar un nombre que ya no debería importar. Es la desesperación de quien conoce el final de la historia, pero igual necesita vivirla una vez más.
Ya no distingo entre sed y autodestrucción, entre amor y adicción. Solo sé que la boca se me llena de amargura, preparándose para recibir lo que sabe que la quemará. Tal vez no sea hoy, pero sé que lo hará.
¿Por qué? ¿Por qué no puedo alejarme? ¿Por qué siempre vuelvo a caer? ¿Por qué siempre vuelvo a querer probar al menos algo de ella?
Tal vez porque hay mieles que queman y uno igual se lanza a lamerlas. Porque hay venenos que saben a todo lo que creemos que nos hace bien, y la memoria... la memoria suele ser más engañosa y cruel que el mismo olvido.