Macarena
Se encontraron en un rincón inesperado del mundo, en un museo de arte contemporáneo en Japón. Ella, alta y de porte elegante, con una melena oscura que caía libre sobre sus hombros, exploraba cada obra con una mirada atenta, casi hipnotizada por los colores y las formas. Él, algo más bajo pero con una presencia magnética, caminaba con una expresión tranquila, observando el arte con la misma curiosidad, aunque con una chispa de humor en los ojos. No se conocían, pero algo más grande que el azar los llevó a encontrarse en ese lugar, donde el arte flotaba en cada rincón y el idioma los unía de forma inesperada.
El "hola" surgió casi sin querer. Un saludo sencillo, como una coincidencia, pero suficiente para iniciar una conversación que fluyó como si se hubieran encontrado mil veces antes. Caminaron juntos entre las obras, comentando y compartiendo sus pensamientos, hasta que llegaron a una pintura que, por alguna razón, les hizo reír.
Él, con esa chispa juguetona, señaló la obra y dijo en tono de broma:
—Esa parece que está a punto de bailar la Macarena.
Ella lo miró por un segundo, sorprendida por el comentario, pero luego soltó una risa genuina, de esas que salen sin permiso.
—¡Dios mío! —respondió entre risas—. Ahora no puedo dejar de imaginarlo.
La risa de ambos resonaba en los pasillos del museo, como si fuera parte de la exhibición. Y así, entre bromas y miradas cómplices, decidieron continuar el recorrido juntos, compartiendo algo que iba más allá de las palabras o las pinturas que observaban.
El día se les fue escapando, y cuando el sol cayó sobre los hombros del horizonte, la idea de separarse parecía absurda. Decidieron ir a un bar cercano, donde la luz tenue y la música baja ofrecían el escenario perfecto para seguir conociéndose. Ella, con su belleza serena y una risa que ya lo había conquistado, no paraba de sonreír cada vez que él decía algo ingenioso. Él, por su parte, se sentía cada vez más cómodo, sorprendido por la naturalidad con la que fluían las cosas entre ellos.
Y entonces, en medio de la conversación, sucedió algo que ninguno de los dos habría imaginado. Desde los altavoces del bar comenzó a sonar la Macarena. Ella levantó las cejas, asombrada por la coincidencia.
—¿Oyes eso? —le preguntó, con una sonrisa de incredulidad.
Él, distraído, al principio no lo notó. Pero cuando la reconoció, una carcajada salió de lo más profundo de su pecho.
—No puede ser… —dijo a carcajadas—. Esto ya es demasiado.
Estallaron en risas.
Ella, con los ojos brillantes, lo miró con complicidad. Y sin decir una palabra más, él se levantó y le ofreció la mano.
—¿Bailamos?
Ella lo miró, entre divertida y sorprendida, pero aceptó sin pensarlo. Se pusieron de pie, y en medio de la gente que los rodeaba, comenzaron a bailar la Macarena como si fueran los únicos en el mundo. Sus risas se mezclaban con los pasos, y aunque sabían que todos los miraban, no les importaba. No había vergüenza, no había miedo, solo el momento, solo ellos.
Al compás de la Macarena, una historia de casualidades, risas y arte comenzó a tejerse, una que no terminaría esa noche. En realidad, solo era el principio de algo mucho más grande, algo que ambos sabían que no sería fácil de olvidar. Y mientras bailaban, en medio de risas y miradas, entendieron que no sabían a dónde los llevaría el destino, pero aquella noche, aquel arte y aquella canción les pertenecerían por siempre.