Un Día en Florencia

Un Día en Florencia

Así fue como conocí, conquisté y casi me caso con la mujer más hermosa de toda Florencia.

Todavía lo recuerdo como si hubiera sido ayer. El aroma del café recién hecho flotaba en el aire de un miércoles primaveral, rozando mayo, mientras yo intentaba no tropezarme con las piedras centenarias de la Piazza della Signoria.

No soy precisamente un Adonis. Mido lo justo para no ser confundido con un adolescente, tengo una nariz con más personalidad que yo mismo y un peinado que desafía constantemente la gravedad, pero ahí estaba ella.

Pelo negro, largo, cayendo como una cascada sin fin. Piel dorada, como si el sol italiano la hubiese bendecido personalmente. Caminaba con esa elegancia que no se aprende, sino que se nace con ella. Un vestido ceñido que hacía que hasta los pájaros se callaran al verla pasar. Ojos luminosos como el reflejo del río Arno al atardecer, misteriosos, con ese fulgor que te hace olvidar cómo se respira. Una versión de Malena, pero sin la banda sonora de Morricone que te advierte que te estás metiendo en problemas.

Y yo, un turista con la chaqueta mal abrochada y un mapa arrugado en las manos.

La vi por primera vez en una librería. Estaba hojeando un libro de poesía en italiano, y aunque yo apenas podía pedir un espresso sin hacer el ridículo, quise impresionarla. Me acerqué, respiré hondo y solté mi mejor italiano:

—Buongiorno… libro… molto bello… sí?

Ella me miró mientras una carcajada abrupta salía de su boca.

—¿Eres español? —preguntó en perfecto castellano.

Mi dignidad hizo las maletas y se marchó de la escena. Pero ella sonrió y me miró con ternura, y esa sonrisa me dio valor para invitarla a un café. Y luego a un paseo. Y luego a descubrir juntos cada rincón de la ciudad.

Pasaron semanas de cenas junto al río, de discusiones sobre arte que yo claramente perdía, de risas que rebotaban en las calles estrechas de Oltrarno. Yo, cada vez más convencido de que el universo me había hecho el favor de ponerme en la vida de la mujer perfecta.

Y entonces, ya de mañana, desperté.

El aroma del café seguía allí, pero la librería, las caminatas, la mujer de ojos luminosos… todo se había desvanecido cual última página de un buen libro.

Me consolé, como buen romántico, recordando a Calderón de la Barca: "Que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son."

Así que me serví un café y salí a trabajar.