Algo así de loco…
Ahí estaba yo. De náufrago en un mar de gente. Ella, se asomó. Recuerdo ver su figura acercarse como quien decide no pensar. Con seguridad, llevaba sus pasos al suelo y, al llegar a mi lugar, se sentó en la banqueta que ocupaba. Tragué en seco. Voltee mis ojos a mi lado derecho. Puse a un lado mi distracción y, de manera retraída, sin saber quién era ella, o lo que acontecería esa tarde, le sonreí.
Me preguntó de mí. Yo, fruncí el ceño. Miré hacia atrás para confirmar que era conmigo. Casi tartamudeando, con el dedo índice en mi pecho, pregunté: ¿A mí? Antes de decir cualquier cosa, pensé. Y es que yo me conocía bien. Sabía que mi ineptitud al tratar con esta especie, igual que siempre, podía traicionarme. Acomodé mis lentes y, de mí boca solo pudo salir un, yo estoy bien, ¿y tú?
“¿Solo bien?,” preguntó. “Si es así, entonces yo estoy mucho mejor que tú,” continuó. Habló por un rato. Ya había escuchado sobre esa facultad de algunas personas de crear conversaciones de la nada. Ella, siguió hablando. Yo, asentía. Preguntaba cosas extrañas y los temas que me trataba lo eran aún más. Yo, estaba un tanto confuso. Me pareció poco usual que alguien se me acercara de la nada. En especial una chica en pleno verano con tanta actividad alrededor…
“¿Qué haces?”, me preguntó. Yo, sin salir de mi asombro, tan solo por ser cortés, contesté “espero que llueva.”
“¿Que llueva? ¿Estás loco, o qué? ¿No has visto el sol que hace? Ni siquiera hay nubes,” me dijo.
“Oh, va a llover, ya verás, le respondí. Y no, no estoy loco. Además, ¿No crees que estás siendo un poco imprudente al llamar loco a un extraño? Sabes, podría resultar estar loco de verdad y perseguirte junto a mis doce gatos por todo el bulevar. Tú vas a correr despavorida y todos creerán que la loca eres tú.”
Dejó salir una risa alborozada y preguntó “¿Tienes doce gatos?”
“No. Pero tengo un pez. Se llama Luis,” le respondí.
“Ok… entonces me siento aliviada,” dijo mientras ponía su mano en el pecho. “Sé que no vas a perseguirme con Luis de ayudante.”
“No estés tan segura. Puedo tomar la pecera en mis manos y correr con ella persiguiéndote por todo el bulevar. Luis va a estar de acuerdo, créeme.” Volvió a reír.
“Entonces sí van a creer que estás loco”, continuó. “No me contestaste la pregunta. ¿A qué te refieres con eso de que esperas que llueva? ¿Es en serio?”
“Sí, es en serio, espero que llueva.”
“Explícate,” me dijo con una expresión de interés en su rostro.
“Bueno, trabajo en un proyecto de ciencias para la universidad. Trato de entender por qué todos los martes a eso de las 4 de la tarde, llueve en esta zona. Creo que es el movimiento de las nubes en el verano.”
“Un proyecto extraño”, me dijo.
“Sí, así es. Pero me gusta,” afirmé.
“Bien, pero todavía no creo que tengas razón. No va a llover.”
“Va llover, ya verás”, recalqué.
Luego de un corto silencio en el que solo se escuchaba el murmullo de las demás personas volvió a inquirir en un tono un tanto inocente.
“Entonces, ¿Eres un científico o algo así?”
“Sí. Algo así. ¿Y tú que eres?”.
“Yo…” con una pausa alargada me contestó, “soy libre”.
“¿Libre?”
“Sí, libre.”
“Explícate tú ahora,” le dije sin entender lo que decía.
“No es que tenga mucha explicación. No me gustan las etiquetas. Vivo el presente, es todo. Disfruto el conocer lugares y gente nueva. Así que eso hago.”
“Por eso te sentaste a mi lado…” afirmé.
“No. Tú no eres nuevo…”
En eso, me distraje al ver la primera nube acercarse. Señalé al cielo y le dije “¿Ves?, ahí vienen las nubes.”
“Es solo una nube. No creo que sea suficiente para tu experimento.”
“Espera,” contesté mientras sacaba los instrumentos de mi bolsa.
“Eres raro,” me dijo.
“No más que tú,” contesté con una sonrisa. Puse todo en su lugar para moverme a esperar la lluvia. Tengo que moverme. Los instrumentos se pueden mojar, pero yo no, le dije.
“¿Eres de azúcar o qué?” me dijo, utilizando el sarcasmo que ya había notado en ella.
“No me quiero mojar. Es todo. Así que me voy a mover.”
“Hagamos algo,” me dijo. “Si llueve, mojémonos en la lluvia.” Me detuve. Una vez más fruncí el ceño y moví la cabeza. La miré seriamente como sin entender lo que me decía. Seguí en mi tarea.
“¡Vamos!,” insistió.
“No. No hago ese tipo de cosas. Y, veo que ya crees que va a llover.”
“No creo que vaya a llover, por eso te lo digo. Y… ¿No haces cosas como qué?,” preguntó.
“Primero, sí va a llover. Y… no hago cosas como mojarme en la lluvia por pura diversión, o salir de la casa sin un destino específico, no tiene sentido. Tengo todo planeado y no tengo tiempo para perder. Por eso tengo un pez y no un perro o un gato. Es mucho más fácil.”
“¿Entonces crees que mojarse en la lluvia o jugar con un perro es perder el tiempo?”
“Más o menos. Y mucho más que menos.”
“Que aburrido eres,” me dijo, mientras se acomodaba en la banqueta.
“¡Ok!. Ya me has dicho loco, raro y aburrido en menos de una hora. Me voy. Ahí están las demás nubes, mira,” señalé el cielo una vez más. Y me puse de pie.
Sorprendida. Miró hacia arriba, saltó de emoción y dijo “¡Tenías razón, ahí están las nubes! ¡Tenías razón! ¡No puedo creerlo!”
“Sí, ahí están, y corre porque nos vamos a mojar.” Se sintieron las primeras gotas caer.
“¡Exacto!, ¡vamos a mojarnos!,” me dijo al continuar saltando de emoción y con una sonrisa que la dejaba ver sorprendida y feliz.
“Pareces una niña.”
“Lo soy. Y tú deberías intentar dejar de ser un viejo aburrido al menos un día de tu vida. ¿Acaso nunca has hecho algo así de loco? Olvida lo que haces por hoy. ¡Vamos a mojarnos!”
“Ya te dije que no. En mi lista de cosas por hacer jamás habrá algo como eso.”
“¡Vamos!” Insistió.
En ese momento, gotas mucho más fuertes comenzaron a precipitarse. La miré seriamente y le dije “Tenemos que irnos ya. No me voy a mojar.”
“Pues sí te vas a mojar. ¡Vamos!,” dijo mientras me tomaba del brazo como una niña cualquiera. Respiré profundo. La miré nuevamente y dije “¿Por qué insistes tanto?”
“Solo quiero que te salgas un poco de la rutina, que hagas algo distinto,” insistió.
“¿Sí, pero por qué?” dije en busca de una explicación.
“¡Por qué sí!,” y me mostró su enorme sonrisa. Me miró fijamente a los ojos una vez más. Bajó la voz y, casi en susurro, me dijo “Algunas veces un ‘porque sí’ es razón suficiente. Así que ¡Vamos!” Crucé mis brazos. Miré su sonrisa. Me vi en sus ojos y, sin tener que ponerme de rodillas, me rendí.
La lluvia caía con todo su furor. Yo, me quedé estático. La veía abrir sus brazos y poner su rostro hacia el cielo para disfrutar de las gotas en su piel. Al verla, no pude evitar sonreír. Me sentía extraño, pero a la vez libre. Puse mis instrumentos de vuelta en el lugar al que pertenecían. Empapado, la toqué en el hombro y dije: ¿Ahora qué? Observé sus húmedas pestañas. Sonrió una vez más. Y, sin otro gesto más que el de su felicidad, me dijo “caminamos.”
Y eso hicimos. Caminamos bajo la lluvia por el tiempo que duró. Disfruté verla poner sus pies en los charcos de agua, vestida de libertad. Con el pelo mojado descansando en su espalda. Atrapando en sus manos las gotas al caer. La vi feliz. También lo fui. Y me uní a su danza de los pies en los charcos. Me hice niño, como ella. Me enseñó que la libertad es caminar sin prisa bajo la lluvia que cae. La admiré.
“¿De dónde eres?,” pregunté interrumpiendo nuestro juego.
“De aquí y de allá,” contestó. Me miraba de frente. Caminada de espaldas, ahora con ambas manos en sus bolsillos. Continuó. “Aunque una vez pertenecí a este lugar, hoy no pertenezco a ninguno, y a la vez a todos.” La entendí.
“Me dijiste que te gustaba conocer lugares y gente nueva.”
“Así es.”
“Pero igual dijiste que yo no era nuevo.”
“Así es.”
“No entiendo.”
“No tienes que entender,” me aseguró. Sonreí al ver lo complicada que era. Me acostumbré demasiado rápido a su inusual compañía… En ese momento, el cielo se despejó. Lo que quedaba de la claridad de la tarde volvió a encontrarnos. La lluvia había terminado y, por desgracia, nuestro encuentro, también.
“¿Te volveré a ver?,” pregunté en espera de una sentencia afirmativa.
“Quizás.” Respondió.
“Otra vez con tus respuestas extrañas. Estaré aquí el próximo martes,” le recordé.
“Lo sé. Pero no sé si yo lo esté.”
¿Por qué no te quedas?, dije para mis adentros, pero por temor no quise que lo supiera. Así que una vez más hice uso de mi ineptitud y dije: pues… supongo que esto es un adiós. Ofrecí mi mano para despedirme y ella me tendió la suya. Por un rato más largo de lo habitual nos quedamos en silencio con las manos entrelazadas. Miraba sus ojos. Ella los míos. Sin saber qué más decir o hacer, dejé de retenerla. Cruzó sus brazos, torció sus labios y partió.
La vi alejarse lentamente y, mientras se alejaba, mi memoria me revelaba las fotografías de mi corto tiempo con ella. No quise dejarla ir. Así que antes de que la perdiera de vista, me armé de valor.
Corrí en su dirección y grité: ¡Oye, espera! Detuvo sus pasos, soltó sus brazos y volteó. Al encontrarme frente a ella la miré fijamente y, una vez más, por no tener palabras suficientes en mi presupuesto, me quedé en silencio. No quería pensar tanto. Solo quería decirle algo, cualquier cosa.
Así que, encogí mis hombros. Inspiré. Aspiré. Sonreí y, en mi acostumbrada vergüenza, solo se me ocurrió preguntarle: ¿Quisieras venir conmigo esta noche a conocer a Luis?…